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Leyendo atentamente el volumen que hoy presentamos y reflexionando sobre el epistolario de santa María Dominica Mazzarello, he profundizado sobre la definición que George Duby y Michele Perrot dieron de una historia de las mujeres, a la cual ha aludido también Giulia Paola di Nicola en su hermoso ensayo sobre las «paradojas» de la santidad. Según los dos estudiosos, la historia de las mujeres es la historia de la «asunción de la palabra», es decir, la historia del rescate del silencio y del escondimiento, a los cuales, durante siglos, relegó la sociedad a la presencia femenina.

 

Repasando la correspondencia de santa María Dominica Mazzarello, creo poder afirmar que la Madre infringió estas categorías, ya que conquistó por dos veces la palabra, como mujer y como santa. Como mujer se desgajó, a través de una modesta instrucción, del anonimato de su pequeño mundo piamontés, y se presentó a la sociedad y en la sociedad. Reivindicó, como religiosa, un derecho a la acción y a la actuación que la Iglesia, anclada todavía en el Ochocientos, heredera de una antigua postura del siglo XVI, no reconocía a los santos, para los cuales mantenía la obligación de vivir en el escondimiento y en el silencio. Infringió —decía— estas categorías, laicas y religiosas, pero ¿de qué modo? ¿Qué tipo de silencio y de escondimiento violó la madre Mazzarello? Ciertamente guardó silencio en su corazón, se anonadó a sí misma como todos los llamados, reprimiendo afectos, sentimientos e impulsos terrenos, a fin de permanecer siempre a la escucha de la voz del Señor. Pero este silencio interior, sereno, consciente, siempre deseado y propuesto con ardor e insistencia a las hermanas, ha estado equilibrado, por así decir, por una presencia activa y laboriosa en el mundo. La madre Mazzarello tomó la palabra que la sociedad civil y religiosa le negaba, ante todo, «para hablar muchísimo con el Señor», como escribe textualmente en 1879, y también, (ella que con gran fatiga había conquistado la palabra escrita a través de la modesta enseñanza paterna y la acción de promoción y de suplencia cultural desarrollada por la Iglesia, en una especie de contrapaso —como anota sutilmente la señora Di Nicola—) para luchar precisamente contra el analfabetismo, la miseria, la marginalidad, y, aún más, o quizá sobre todo, para «llamar», con su ejemplo y con su palabra, a muchas otras almas a la santidad.

Leyendo atentamente el volumen que hoy presentamos y reflexionando sobre el epistolario de santa María Dominica Mazzarello, he profundizado sobre la definición que George Duby y Michele Perrot dieron de una historia de las mujeres, a la cual ha aludido también Giulia Paola di Nicola en su hermoso ensayo sobre las «paradojas» de la santidad. Según los dos estudiosos, la historia de las mujeres es la historia de la «asunción de la palabra», es decir, la historia del rescate del silencio y del escondimiento, a los cuales, durante siglos, relegó la sociedad a la presencia femenina.
Repasando la correspondencia de santa María Dominica Mazzarello, creo poder afirmar que la Madre infringió estas categorías, ya que conquistó por dos veces la palabra, como mujer y como santa. Como mujer se desgajó, a través de una modesta instrucción, del anonimato de su pequeño mundo piamontés, y se presentó a la sociedad y en la sociedad. Reivindicó, como religiosa, un derecho a la acción y a la actuación que la Iglesia, anclada todavía en el Ochocientos, heredera de una antigua postura del siglo XVI, no reconocía a los santos, para los cuales mantenía la obligación de vivir en el escondimiento y en el silencio.
Infringió —decía— estas categorías, laicas y religiosas, pero ¿de qué modo? ¿Qué tipo de silencio y de escondimiento violó la madre Mazzarello? Ciertamente guardó silencio en su corazón, se anonadó a sí misma como todos los llamados, reprimiendo afectos, sentimientos e impulsos terrenos, a fin de permanecer siempre a la escucha de la voz del Señor. Pero este silencio interior, sereno, consciente, siempre deseado y propuesto con ardor e insistencia a las hermanas, ha estado equilibrado, por así decir, por una presencia activa y laboriosa en el mundo. La madre Mazzarello tomó la palabra que la sociedad civil y religiosa le negaba, ante todo, «para hablar muchísimo con el Señor», como escribe textualmente en 1879, y también, (ella que con gran fatiga había conquistado la palabra escrita a través de la modesta enseñanza paterna y la acción de promoción y de suplencia cultural desarrollada por la Iglesia, en una especie de contrapaso —como anota sutilmente la señora Di Nicola—) para luchar precisamente contra el analfabetismo, la miseria, la marginalidad, y, aún más, o quizá sobre todo, para «llamar», con su ejemplo y con su palabra, a muchas otras almas a la santidad.

 

 

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